jueves, 29 de mayo de 2008

Juan Camilo Mouriño, la historia de siempre

Cuenta mi padre que en algún año –no lo precisa- les avisaron en su escuela primaria de una visita que les haría el señor presidente de la república, quien para ese tiempo era Miguel Alemán Valdés. Para cualquier niño de Gómez Palacio, por aquellos finales de los años cuarenta, el acontecimiento tan sólo era la oportunidad para un día sin clases. Desde varios días previos a la visita, los profesores encargaron a los padres de familia llevar a los niños con el uniforme de gala en la fecha del arribo del presidente. Así lo hicieron. El día señalado llegó y todos los niños acudieron a su horario normal de entrada por la mañana. Los profesores tomaron a su grupo y sin mucha explicación salieron de la escuela rumbo al lugar donde supuestamente estaría el presidente para saludarlos. La caminata fue cansada y el calor tradicional de la región pronto apareció. La profesora del grupo de mi papá logró encontrar un sitio con una pequeña arboleda, insuficiente, pero, según ella; sólo era asunto de una hora, a lo sumo dos, para tener el “honor” de ver al presidente.

Un discurso de 15 minutos de Juan Camilo Mouriño, secretario de Gobernación, sobre el “respeto a las leyes y a las instituciones”, en torno de la necesidad de contar con servidores públicos con “dignidad, honestidad y responsabilidad, y con “amor a la patria”, dejó a cerca de 20 niños damnificados, quienes no soportaron más de cinco minutos sus palabras y cayeron desmayados (El Financiero 29 mayo 2008, página 33).

Como a eso de las doce de mediodía, con un calor infernal, con hambre, cansados, empolvados (era Gómez Palacio de los años cuarenta), los niños fueron ordenados en fila india para hacer los honores al distinguido visitante. Pasó quizá una hora en donde los profesores obligaban a los escolares a mantener el orden en la fila. Niños al fin, recuerda mi papá, era cosa de que los profesores fueran perdiendo la paciencia ante la situación. Para las dos de la tarde naturalmente ya se habían dado varios desmayos, incluyendo algunos profes.

La tardanza del secretario de Gobernación, las largas horas de espera bajo el sol y las extremas medidas de seguridad hicieron efecto a los pequeños de primaria y secundaria, quienes al acudir a la explanada de Bucareli a un acto de abanderamiento de escuelas del Distrito Federal, tuvieron que ser auxiliados y trasladados al servicio médico de la Segob (El Financiero).

En mil novecientos cuarenta y tantos no había en Gómez, desde luego, la cantidad de autos a los que hoy estamos acostumbrados. En aquel infernal día para los niños gomezpalatinos el paso de cada auto con las mínimas características de “lujo”, además del terregal que levantaba, era motivo suficiente para poner en estado de alerta a los profesores. Ahora sí, repetían continuamente, ya viene el presidente: Fórmense. Y nada. Nada a las dos de la tarde, nada a las tres, las cuatro…

Puede parecer una anécdota inverosímil pero la espera por fin concluyó cerca de la seis de la tarde. La experiencia fue inolvidable, rememora mi padre. Cuando todos se sentían aburridos y extremadamente agotados, ahora lo piensa, la sensatez empezó a vislumbrarse en los profesores y tomaron la tan ansiada decisión de regresar (sin cumplir su objetivo de ver al presidente). Pero antes del retorno sucedió algo parecido a un sueño; el sonido de patrullas y una enorme polvareda se aproximaba a la comitiva de niños y maestros. “Es él, es él; ahora sí”. “Todos listos, ya llegó el presidente”. Conforme se acercaban los coches a gran velocidad, el ruido perturbador de las sirenas en las patrullas de la policía era ensordecedor. Levantaron toneladas de polvo, porque no detuvieron el paso ante los niños. Luego un coche negro con los cristales oscuros y una banderita de México igualmente no se detuvo ante la heroica comitiva. Por supuesto que la decepción se manifestó igualmente entre profesores y niños. Un tufito de humillación era imposible dejar de sentirlo. Ese día veinte segundos cuando mucho, tan sólo veinte segundos, fueron suficientes para que mi padre asimilara con toda su fuerza al presidencialismo mexicano. Lo aquí relatado no es una exageración y está basado en la puritita realidad. Las posibles similitudes son únicamente gajes de la historia.

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