miércoles, 29 de octubre de 2008

Ni todo al mercado, ni todo al estado


Ex director del diario El País, Joaquín Estefanía, publicó un estupendo artículo con el tema en torno a la crisis económica y financiera a nivel global. En una expresión del mismo Estefanía “demasiado mercado mata al mercado” se sintetiza muy bien la urgente necesidad de regular al libre mercado, pero sin dejar que la intervención del Estado asfixie las posibilidades de desarrollo en sus diferentes agentes económicos.

El mundo después del crash” es el título que Joaquín Estefanía nos sugiere para entender que el mundo no se acaba después del crash. La pregunta inmediata que surge es qué tipo de mundo permitiremos; uno con mayor desigualdad u otro donde la globalización responda a los intereses de la gente. El artículo propone terminar con los dogmas a ultranza, tanto de aquellos que se apresuran a decir que el capitalismo está viviendo sus últimas horas como la peligrosa idea de que sólo la intervención del Estado hará posible la redistribución de la riqueza. Ni uno ni otro modelo han logrado el pleno desarrollo. El momento no es para extremar posiciones; la posibilidad real de pasar de una recesión a una depresión de dimensiones históricas está más que latente. Es tiempo de desempolvar a John Maynard Keynes, que en la práctica varios gobiernos del mundo lo están ya reviviendo vía políticas públicas obligados por la coyuntura, para urgentemente empezar a conciliar y resolver lo que hasta el momento la experiencia demuestra también que “del mismo modo que hay ciclos en la coyuntura también hay ciclos ideológicos que conceden el énfasis a las distintas herramientas económicas.” Aprender es hoy más que nunca un imperativo; el dogma del estatismo o el del libre mercado son igual de perjudiciales. A continuación el artículo completo:

Hay en economía un concepto más enérgico que el de recesión para explicar lo que está sucediendo: depresión. La depresión es más grave y duradera que la recesión, y se manifiesta en el frenazo en seco de la actividad, la debilidad de la demanda, la contracción del comercio internacional, el incremento del paro, la caída del poder adquisitivo, etcétera, todos ellos procesos muy dolorosos y contrarios al progreso. Pues bien, el profesor de Economía de la Universidad de Nueva York Nouriel Roubini, el gurú que se ha hecho famoso por haber anticipado la crisis financiera que se inició con el estallido de las hipotecas tóxicas, ya ha utilizado el concepto de depresión como síntoma de lo que ocurre en la economía a escala planetaria. Hace unos días escribía Roubini: "No podemos descartar un fracaso sistémico y una depresión global. (...) Se corre el riesgo de un desplome del mercado, una debacle financiera y una depresión mundial". El economista plantea que más que una coyuntura en forma de V (caída y pronta recuperación) estamos en otra en forma de U (caída en la que la economía se mantiene un tiempo, para luego ascender), o quizá en forma de L (caída y letargo a largo plazo).

Un arranque ciertamente tenebroso sobre la coyuntura quizá pueda compensar el optimismo del titular de este que parece llevar implícito -y no es así, como se ha visto la semana pasada- la superación del desplome bursátil que, en otras ocasiones históricas, ha sido la antesala de una recesión o de una depresión. Crash y depresión se retroalimentan. Hay muchas similitudes -y bastantes diferencias- con la Gran Depresión de 1929. Es urgente desempolvar los viejos manuales de entonces y establecer las comparaciones. "Pensar el presente desde un punto de vista histórico" (Walter Benjamin).

En diciembre de 2006 caía el Ownit Mortgate Solutions, un pequeño banco hipotecario de California especializado en productos de alto riesgo. Es el antecedente más cercano del estallido de la burbuja inmobiliaria y de las hipotecas subprime, que devendría en la norma a partir de julio de 2007. Desde entonces hay muchas víctimas sin enterrar. Entre ellas, la economía real en forma de estrangulamiento del crédito (que es su sistema sanguíneo), desaparición de los bancos de inversión y nacionalización de otras entidades que formaban parte de la aristocracia financiera internacional, desprestigio de los organismos reguladores nacionales y de las agencias de calificación de riesgos, profundísima descapitalización bursátil de muchas empresas financieras y no financieras, parón de la actividad económica y de la inversión, contracción de la demanda, suspensiones de pagos, desempleo, etcétera. Y sobre todo, un escalofrío en muchos ciudadanos en forma de inseguridad: no sólo miedo al terrorismo y a otras formas de inquietud ciudadana, sino a la inseguridad económica y el temor al otro, al diferente, al que compite con el puesto de trabajo y carga de obligaciones al Estado de bienestar.

Otra víctima de la crisis es una forma de entender el mundo, un modo de pensar que se identifica ampliamente con la ideología neoliberal. La máxima acuñada por la revolución conservadora de Margaret Thatcher y Ronald Reagan, que ha durado un cuarto de siglo, de que el Estado es el problema y no la solución, ha saltado hecha trizas en cuanto se han acumulado las dificultades. La "destrucción creativa" de Schumpeter sólo se hizo realidad cuando las autoridades americanas dejaron hundirse al que era cuarto banco de negocios estadounidense, Lehman Brothers (y casi todos los analistas califican esta inacción como un grave error y el principio del pánico); las demás instituciones financieras con problemas han sobrevivido con una u otra fórmula de intervención pública, con paquetes de rescates a babor o a estribor, en forma de avales públicos, compras de activos o directamente de acciones. Lo explica resignado un economista español: "Hemos generado mucho riesgo moral para evitar el riesgo sistémico". Ahora, la retórica del libre mercado se utiliza con más soltura, más selectivamente: se asume cuando sirve a intereses especiales y se descarta cuando no es así. Sin complejos, el presidente de la patronal española llegó a exigir "un paréntesis" a la economía de mercado.

Hace escasamente año y medio, todavía la economía mundial continuaba en la senda de crecimiento más larga y profunda de la historia contemporánea. La teoría de los ciclos económicos parecía extinguida y el planeta se instalaba en el denominado ciclo Kondratief, una onda larga de prosperidad debida -se decía- a la confluencia de las nuevas tecnologías de la información y la comunicación (TIC) con la flexibilidad empresarial y la innovación financiera. Los mantras más citados eran los de la desregulación y la autorregulación. Hasta tal punto que cuando se encienden las primeras luces rojas de las dificultades hay una generación de jóvenes ejecutivos, los que mandan en muchas empresas y en bastantes Gobiernos, que no tienen puntos de referencia para saber lo que es una crisis y qué tratamiento preventivo darle.

Es muy interesante seguir las mutaciones que ha sufrido la naturaleza de esta crisis en apenas 18 meses: primero se identificó con el estallido de la burbuja inmobiliaria y el abuso en la concesión de hipotecas de alto riesgo; a ello se le añadió un tsunami protagonizado por las materias primas alimentarias y los elevadísimos precios de la energía, de modo que entonces se habló de "tormenta perfecta" y se hizo una equivalencia con los primeros años setenta del anterior siglo, al aparecer la estanflación (alta inflación y crecimiento cero). Cuando se hicieron sentir los primeros efectos de la sequía crediticia en forma de reducción del crecimiento económico bajaron los precios de las materias primas; como consecuencia de ello, la inflación dejó de estar en primer plano, pero a las víctimas de la coyuntura se añadieron los países emergentes, principales productores de materias primas, y de los que se había dicho que en esta ocasión estarían exentos del efecto contagio. Conforme pasaban las semanas y dejaba de funcionar el mercado interbancario debido a la desconfianza que las entidades se tenían entre sí (¿cuál de ellas tenía en su interior la metástasis de los productos estructurados y colaterales sin valor alguno en el mercado?), la crisis hipotecaria devino en crisis financiera y los Gobiernos salieron al rescate en el entendido de que la desconfianza de los ciudadanos en las entidades de crédito es la antesala de una catástrofe en la economía real. Hubo un momento en que en algunas plazas y sucursales bancarias los clientes, después de hacer colas para sacar sus ahorros, intentaban transmutar sus depósitos en lingotes de oro, en la creencia de que este metal precioso era la inversión más segura.

Sólo cuando los ciudadanos, airados, comenzaron a preguntarse en alto por qué habían de rescatar a quienes habían sido víctimas de su codicia, es cuando se sofisticó un poco el discurso: la mayor inyección de dinero público utilizada en la historia para salvar a los bancos en dificultades era tan sólo una etapa intermedia para salvar a la economía real. Lo que es bueno para Wall Street es también bueno para la calle. Proteger a Wall Street es proteger a Main Street. Así lo ve el grupo de banqueros con chistera y puro que aparecen en la tira satírica del New Yorker. Uno de ellos grita indignado: "¡Maldita sea, para nosotros Wall Street es Main Street".

Las ayudas oficiales a la banca ("Aportaremos todo lo que sea necesario", ha declarado Berlusconi, el más desvergonzado de los políticos actuales) han servido hasta ahora para detener el pánico de los clientes y para que emerja un hilillo de liquidez en los mercados, que se ha concretado en una pequeña baja de los tipos de interés (Euríbor y Líbor). Pero sigue sin saberse si tanto dinero aportado por el Estado se trasladará del sistema financiero al conjunto de las empresas con inmediatez, para que la situación tienda a normalizarse, y a qué precio. Esto era así hasta anteayer. Pero resuelta al menos en parte la dificultad financiera más urgente, los mercados bursátiles han reaccionado extraordinariamente a la baja cuando en el frontispicio ha aparecido el problema de fondo: el colapso de la economía real. La mayor parte de los países de la Organización de Cooperación y Desarrollo Económico (OCDE) -los 30 países más ricos del mundo- han entrado en recesión o están a punto de hacerlo (dos trimestres seguidos de reducción de sus productos brutos), y sin visos de salida. Además, el contagio afecta a muchos países emergentes, que han tenido que gastar las reservas de divisas en defensa de sus monedas, mientras aumenta su riesgo país y ven bajar los precios de sus exportaciones. Se ha llegado a la madre de todas las crisis. Cada uno de los pronósticos que han ido elaborando las organizaciones multilaterales (OCDE, Fondo Monetario Internacional, etcétera) se han tirado a la papelera en el mismo momento en que se hacían públicas. La velocidad de la metástasis es tal que todas las explicaciones de la coyuntura se han quedado antiguas en tiempo real. Aun hace dos fines de semana, en su asamblea semestral, el FMI preveía un ligero crecimiento en 2009 para el conjunto de las economías avanzadas y del orden del 6% en las emergentes. Sin embargo, el pasado miércoles, el Foro Económico Mundial sentenciaba: "La crisis financiera afecta ya a la economía real en un nivel alto y el riesgo de una profunda y prolongada recesión crece".

Con esta crisis multiforme y poliédrica ha desaparecido también una forma de hacer la política económica, que ha sido dominante en el último cuarto de siglo. Aquella que había formalizado el dogma de que los mercados son los que mejor saben qué hacer. Del mismo modo que hay ciclos en la coyuntura también hay ciclos ideológicos que conceden el énfasis a las distintas herramientas económicas. Y ha comenzado otro. En el año 1936, el que probablemente ha sido el economista más influyente del siglo XX (y lo vuelve a ser ahora), John Maynard Keynes, escribió en su obra magna Teoría general de la ocupación, el interés y el dinero: "Las ideas justas o falsas de los filósofos de la economía y de la política tienen más importancia de lo que en general se piensa. A decir verdad, ellas dirigen casi exclusivamente el mundo. Los hombres de acción que se creen plenamente eximidos de las influencias doctrinales son normalmente esclavos de algún economista del pasado". Las ideas keynesianas, tan menospreciadas en el último cuarto de siglo, están siendo aplicadas ahora por quienes tratan de sacar a la economía de la camisa de fuerza de la revolución conservadora y de la desregulación permanente. No por casualidad, sino como un signo de los tiempos, la Academia Sueca ha concedido hace unos días el Nobel de Economía a quien es uno de los neokeynesianos más insignes: Paul Krugman.

El New Deal del presidente Franklin Delano Roosevelt, respuesta a la Gran Depresión de 1929, inauguró un ciclo progresista de intervención en la económía que duró casi medio siglo y que ha sido denominado la edad dorada del capitalismo: el mundo creció mucho y los países más avanzados construyeron su Estado de bienestar. El 31 de diciembre de 1933, 10 meses después del inicio del New Deal, Keynes escribe una carta abierta al presidente en The New York Times, en la que le aconseja actuaciones adicionales, entre las que sobresale "una atención predominante en el más alto grado al incremento de la capacidad de compra resultante de los gastos públicos, financiados mediante créditos".

A finales de los años setenta y principios de los ochenta se inició la revolución conservadora, que tuvo sus principales ideólogos en Margaret Thatcher y Ronald Reagan, y su continuidad en los neocons que han gobernado en la Casa Blanca y en la Reserva Federal. Francis Fukuyama, el constructor del concepto del fin de la historia, ha matizado aquella forma de entender el mundo y recientemente ha hecho un balance de ese tiempo: la revolución conservadora perdió su rumbo porque se convirtió en una ideología irrebatible, y no en una respuesta pragmática a los excesos del Estado de bienestar. En ella había dos conceptos sacrosantos: que las reducciones de impuestos se autofinanciarían y que los mercados financieros podrían autorregularse. Pues bien, el balance es clarificador: Reagan y Bush dejan a EE UU con gigantescos déficit, la economía creció tanto con Clinton como con Reagan y con superávit público, y de las secuelas de la autorregulación del mercado financiero tenemos suficientes ejemplos catastróficos en los últimos meses.

La crisis traza una frontera, la del final (por ahora) de otra edad dorada: el crédito fácil, la liquidez extrema, los riesgos fuera del balance, los sueldos astronómicos de los grandes ejecutivos ligados a la creación de valor a corto plazo y no a la calidad de lo que se fabrica o con lo que se trabaja, los cambios legales para facilitar la especulación sin límites y las zonas de sombra (el capitalismo gris), una psicología mediante la cual los ahorradores se convirtieron en inversores y los inversores en activos apalancados, la autorregulación como pretexto para administrar sin límites, etcétera.

Cada ciclo ideológico en economía está provocado por una crisis. El New Deal llegó por la Gran Depresión; la revolución conservadora, como reacción a la estanflación; y el paradigma que parece instalarse a principios del siglo XXI, por la crisis iniciada con las hipotecas subprime llevada al paroxismo. Las matrices que lo componen son las de la intervención del Estado siempre que sea necesaria, la regulación financiera, quien contamina paga (en relación a los activos tóxicos) y la necesidad de dotar de gobernanza a la globalización realmente existente. Por ello se ha dado tanta significación a la construcción de un nuevo Bretton Woods, en analogía con la Conferencia Monetaria y Financiera de las Naciones Unidas, celebrada en New Hampshire del 1 al 22 de julio de 1944, al final de la II Guerra Mundial, y que ha constituido hasta ahora el intento más ambicioso por configurar un nuevo orden económico internacional. Entonces participaron 44 países. Hoy se trata, como se declara con ampulosidad, de "refundar el capitalismo": cambiar todo para que nada cambie.

Se trata de evitar otra Gran Depresión e ir, por el contrario, a una Gran Transformación, como tituló su libro de referencia Karl Polanyi en 1943. En él demostraba, acudiendo a la historia y a los datos empíricos, que no existe nada parecido a una mano invisible que ordene a los mercados; éstos se regulan por la acción del Estado. Hay que actualizar la Gran Transformación a la era de la globalización en la que los Estados tan sólo son entes intermedios.

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