jueves, 19 de noviembre de 2009

La crónica del "no nos tocó"

Para cualquiera que conozca La Laguna es fácil ubicar el punto de referencia; paso a desnivel Bouleverd Miguel Alemán en Gómez Palacio con dirección a Lerdo. 8:15 de la noche, tráfico fluido. Un autobús Torreón-Gómez, conocidos aquí como de "los rojos"; casi lleno, sin gente parada. Viajo en él y hoy, especialmente fuera de lo común, vengo acompañado de mi hija y mi esposa, Dafne y Mary. Ellas vienen juntas sentadas un lugar atrás de mí. No tengo acompañante y ocupo mi asiento junto a la ventanilla izquierda, en el lado del conductor; en ese lugar incómodo que me obliga a levantar la rodilla porque es la parte donde va la rueda del autobús.

Así fue. No puedo decir que eran disparos, ni que tampoco no lo fueron. No puedo asegurar si oí cuatro o cinco sonidos que parecían golpes muy sólidos y continuos en la lámina del autobús. No vi nada, todo parecía exageradamente normal y de pronto un ruido fuerte y luego otro y otro...

En varias ocasiones he asegurado en este espacio que todos los que radicamos aquí en La Laguna sabemos que estamos en zona de guerra. He manifestado también mi deseo de estar equivocado.

Si lo de ayer en la noche no fueron balas me quedó claro que la bala que no oyes es la que te mata. Me quedó claro que la gente lagunera tiene sus mecanismos de alerta mucho más desarrollados que el común de otras ciudades. Me explico: Al tercero o cuarto sonido que todos escuchamos, los pasajeros en los asientos delanteros impulsaron hacia atrás algo parecido a una ola que mandaba la señal para tirarse al suelo o agachar la cabeza. En cosa de dos o tres segundos la mayoría intentó resguardarse de alguna forma; unos en el pasillo otros entre los asientos. Y digo la mayoría porque recuerdo mirar al chofer por ese espejo grandote que tienen al frente y apenas bajar la cabeza ligeramente, como intentando evadir algo. La imagen puede resultar cómica, pero el único con etiqueta de imbécil fui yo: nunca bajé la cabeza, cuando mucho lo que hice fue alejarme de la ventanilla porque en mi pierna izquierda sentí “algo” que golpeaba la lámina del camión. En cambio, lo admirable y entendible fue la reacción de los pasajeros; todos al suelo y sin decir nada, como entrenados para reaccionar a los sonidos que parecían ser balas pegando en un costado del autobús. Sé que escribir algo así puede prestarse a la exageración; no lo es. La gente supo de inmediato qué hacer (menos yo). Y en ello, también me quedó claro que tengo una esposa con el instinto de madre bien desarrollado. Apenas miré atrás y Mary tenía por debajo de ella y sobre el pasillo a Dafne. En el susto: todos callados. El chofer (un joven) siguió el paso para salir de lo que, repito, aparentaba ser una balacera. Ante el desconcierto una pequeña catarsis; sólo un llanto de la única niña del camión: Dafne. Luego un grito; “¡papito agáchate!”

Salimos del paso a desnivel (estoy tratando de describir unos escasos segundos) y creo que también salimos de un túnel para poder contar algo que en ese momento nadie le vimos pies ni cabeza. Salvo el llanto de Dafne, todos guardaban silencio. El chofer bajó la velocidad y se detuvo a la altura del “Martins”. Abracé a la niña y le dije que no había pasado nada (mentira, algo había sucedido). Todos nos veíamos sin saber qué decir. Sin ningún sentido dije en voz alta; “no pasó nada, no pasó nada…” Continuamos la ruta con un sobresalto a cuestas (por decir lo menos).

Después nadie comentó nada. Una mezcla entre vergüenza y comprensión sentimos todos. Vergüenza por intuir una respuesta quizá exagerada ante un suceso con otra explicación. Comprensión por la espontánea solidaridad entre unos ilustres desconocidos que sentimos que habíamos reaccionado de manera correcta para negarnos a ser parte de los “daños colaterales” de una guerra que es de otros, que no queremos, pero que padecemos. Y así fue.

Mi más profundo respeto para todos los familiares de heridos y muertos, sean del bando que sean. Y así es.

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