martes, 29 de mayo de 2007

EL VIOLÍN



Clandestino. Así es el primer contacto que nos hace sentir El Violín (dir. Francisco Vargas Quevedo, 2005) cuando nos deja apreciar con su cámara el terror ejercido contra los que en el discurso institucional siempre han sido “los clandestinos”. Cámara clandestina que retrata con gran crudeza el inmisericorde uso y abuso de poder que permite la violencia oficial contra los pueblos más olvidados y alejados del mundo globalizado.

La historia oficiosa del México de los años setenta decía empecinadamente que la guerrilla no existía. Que el país tenía una paz social digna de un cuento de hadas. Que Genaro Vázquez y Lucio Cabañas tan solo eran un par de revoltosos sin sustento popular. O que la guerrilla era problema de otros rincones del mundo, sobretodo Centroamérica. Hoy, cuando las autoridades civiles se declaran incompetentes contra la delincuencia organizada y se ven en la necesidad de recurrir al ejército, El Violín aparece como una historia incomoda para el nuevo gobierno. Sin embargo es importante resaltar que el film, no obstante la coincidencia de los nombres de los personajes con una parte del tiempo conocido como la guerra sucia en México, en realidad no tiene una definición exacta de la ubicación geográfica del relato; cualquier lugar de Latinoamérica puede apropiarse con legitimidad la vida y hechos de los músicos-campesinos-guerrilleros protagonistas de la historia.

Con un guión de su mismo director, el desarrollo de la trama se da en un pueblo copado por la guerrilla y el ejército. En el lugar se entremezclan los lugareños con su doble rol de campesinos y guerrilleros. La trilogía de padre-hijo-nieto (don Ángel Tavira como Plutarco Hidalgo, Gerardo Taracena como Genaro y el niño Mario Garibaldi como Lucio) obtienen algunos ingresos económicos extras interpretando música popular de la región. El violín de don Plutarco es el instrumento sobre el cual se va tejiendo un relato que permite el acercamiento entre el viejo y un capitán de los militares que tienen ocupada la zona.

El Violín es un filme que cumple con los estándares del cine industria y al mismo tiempo revisa su propuesta estética para desencajarse y apartarse del modelo cultural tradicionalmente aceptado. Usa el blanco y negro con el consabido riesgo “comercial” que eso implica; patentiza un relato que tiene aristas ideológicas de puntos de desencuentro; mezcla el género documental de manera sutil en la ficción con una fuerte carga de cosmovisión respaldada en diálogos llenos de simbolismos; se arriesga con actores no profesionales (mención especial aquí para don Ángel Tavira), resultando con ello una magnífica interpretación de códigos que un actor profesional difícilmente entendería. Ejemplo de lo anterior es la sobreactuación de Gerardo Taracena en comparación a la naturalidad expresada en las intervenciones de don Ángel Tavira.

No faltará aquel que ubique el argumento como un panfleto maniqueo que pinta a los buenos guerrilleros y a los malos militares. Sorprendente sería que esos comentarios no aparecieran. Y para reforzarlo, el dedo acusador indicará que Don Plutarco cree de la lucha entre el bien y el mal cuando nos cuenta que hubo un tiempo en que la avaricia de unos cuantos hombres ha hecho que el hombre bueno pierda el camino. Aquel dispuesto a encontrar un sesgo, seguro lo va a encontrar. Como dice Francisco Vargas: no tengo la fórmula para hacer una película de denuncia política que por lo mismo esté impedida para comercializarse. O las justificaciones de los mas descerebrados; “indios imbéciles –por decir lo menos-, mira que cambiar una milpa por una mula…” Por supuesto que nadie en su sano juicio lo haría. Pero Plutarco sí. Por necesidad, porque no le queda de otra, porque siempre ha sido así.

Los diálogos entre Plutarco y su nieto Lucio son breves pero muy reveladores de la esperanza nunca perdida en el adulto y la impaciencia por los resultados que exige el joven. Diálogos siempre sustentados en la plena confianza y la honradez de las palabras entre iguales. “Tú dijiste abuelo”. “¿Cuándo abuelo?” “¿Por qué abuelo?” “¡Estamos!” Pero también está presente la astucia de la llamada inteligencia militar –léase aquí chivatones, soplones, infiltrados-, que conocen y abusan de ese lenguaje. También ellos tienen el mismo origen, también han oído desde niños los mismos relatos, sólo que ahora son federales. Plutarco, con su ingenuidad, nunca sabe adelantarse y entender lo sofisticado del ejercicio envolvente de sus perseguidores.

Se está haciendo lugar común decir que el buen cine mexicano es capaz de realizar con pocos recursos excelentes productos que no pongan como prioridad el perverso juego entre inversión y recuperación, apostando al contenido como argumento para vender bien y con buenos resultados equilibrando, desde luego, el costo beneficio. El Violín es ejemplo de ello. El negocio en un círculo virtuoso; alejado de lo involuntario que resulta de aquel momento dentro de una escena de la película, que ejemplifica la contradicción del negocio global, cuando don Plutarco recoge de un escondite unas balas Remington que cumplen su función ajustándose estrictamente a las reglas del mercado: en manos de cualquiera sirven para lo mismo; lo importante es saberlas vender y encontrar, otra vez, el mercado adecuado, sean militares, guerrilleros, terroristas, narcotraficantes o delincuentes comunes. El cine en manos de Hollywood o el cine en manos de realizadores con historias diferentes y propositivas.

Ficha técnica:

Director: Francisco Vargas Quevedo Guión: Francisco Vargas Quevedo Productores: Ángeles Castro, Hugo Rodríguez, Francisco Vargas Música: Cuauhtémoc Tavira, Don Ángel Tavira Fotografía: Martín Boege, Óscar Hijuelos Edición: Ricardo Garfias, Francisco Vargas Quevedo Actores: Octavio Castro, Don Ángel Tavira, Dagoberto Gama, Gerardo Taracena, Mario Garibaldi, Fermín Martínez. Duración 90 minutos.

Trailer del film:

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