El 17 es uno de los dos departamentos al fondo del segundo pasillo del 26 de Velázquez de León. 7 de la mañana, hora de despertar para la rutina. Prender el “boiler” y calentar el agua para la regadera. En un absurdo diseño de plomería el agua caliente tiene que recorrer una tubería de por lo menos 13 metros para llegar a la regadera del baño. Impensable hacer eso ahora.
David duerme profundo, un año diez meses se lo permiten. Mary también no da señales de despertar; acompaña su sueño un ligerito ronquido (que nadie se lo diga). Me doy un pretexto para ganarme los clásicos cinco minutos y seguir en la cama. La rutina me deja percibir ese ruido motorizado de algún camión de pasajeros dando marcha, casi seguro, en el semáforo de la calle Alfonso Herrera. Es la Colonia San Rafael.
Son pasadas de las siete y, según yo, no prendo el televisor para no hacer ruido; abro el closet buscando mi ropa del día. A mi derecha la luz clara de la mañana y la vista que me permite la ventana: el “nuevo” edificio de la Lotería Nacional y la emblemática Torre Latinoamericana. Parece difícil una postal como esa en el DF, pero aquel viejo departamento lo permite; en el horizonte no hay edificaciones que impidan mirar esa parte del centro de la ciudad. Además, en tiempo de calor, contamos con esa ventaja de casi siempre dormir con la cortina abierta e invitar así al viento fresco de la noche. No tener departamentos alrededor nos ayuda a evitar miradas de vecinos indiscretos.
La memoria tiene trampas. No lo recuerdo con exactitud pero...Mary me dice que el televisor estaba encendido cuando todo comenzó. Debí cumplir con el rito matutino de prender la tele sin siquiera darme cuenta de ello. Apago el “boiler” que está en un pequeño espacio junto a la cocina en otro extremo del depa. Regreso a la cama y me recuesto encima de la cobija…No pasa mucho, son segundos. Lo primero que noto es un fuerte movimiento de la cama y como si me hubiera dado un golpe involuntario en la cabecera, siento un ligero mareo al tiempo que escucho a lo lejos algo semejante al tronar de un transformador eléctrico.
Son segundos y acepto lo inevitable: está temblando. Nadie que lo haya vivido me dejará mentir: cruje el edificio. El piso de la recámara (duela de madera) también crepita y semeja las ramas secas que estallan por un imaginario fuego. No tengo que despertar a Mary, la intensidad del sismo se encarga de hacerlo. Éste temblor, nadie usa entonces terremoto, manifiesta su furia con ruidos atemorizantes. De inmediato percibimos que se une al terror el patente golpeteo de tanques de gas (la azotea está encima de nuestras cabezas) y las “jaulas” de la ropa parecen bailar una danza macabra. Aún con todos esos sonidos de espanto queremos aferrarnos a la razón. Estamos acostumbrados; va a pasar, va a pasar (nos repetimos a nosotros mismos). Y así lo verbalizo: “tranquila Mary, está temblando: ahorita pasa”.
La cordura de Mary no tarda en aparecer: “¡Está muy fuerte Edy, párate!" Por un imperceptible instante pretendo seguir aferrado a la tradición del “va a pasar”. Miro con angustia el movimiento pendular del foco en el techo cuando la agilidad de Mary me regresa a la realidad. Brinco de la cama e intento poner las manos en el barandal de la cuna de David y es justo en ese momento cuando puedo describir una sensación parecida a tremenda borrachera; es una combinación entre movimiento sísmico, el miedo y un impulsivo salto que me hace dejar la cama. Por absurdo que parezca casi me caigo porque literalmente se movía todo. No soy consciente de ello hasta que casi me doy de bruces contra la cuna. No tardo en reaccionar y me afianzo en los barrotes para así poder tomar con seguridad a David.
Luego el relato del desatino. No me critiquen. Eso “hicimos”. La irracionalidad de la ignorancia llevada al extremo de la creencia en los milagros. Nuestra pretendida audacia tan sólo nos llevó al marco de madera de esa puerta de entrada al cuarto de la recámara. Seguro que millones podemos compartir esa anécdota. No dimos para más. Ahí David regresa de un sueño placentero y pregunta con esa paz envidiable; “qué pasa papi” (sí, a su edad habla y muy bien). Mary haciendo lo propio con sus palabras de invocación divina. Y yo en mi diálogo interno: “esto se va a caer”.
Los que podemos contar así aquel 19 de Septiembre les aseguramos a todos aquellos que nunca lo han experimentado nuestra certeza de evitar exageraciones. Es impresionante y de terror los momentos de mayor fuerza de un sismo como aquel de 1985. Por fortuna (y buena construcción) el edificio resistió.
Después de ese juego mecánico terrestre sufrido de manera involuntaria y tras un intenso estrés vino el silencio. También durante el temblor puedo asegurar que en mi entorno cercano nunca hubo gritos de vecinos. Al contrario, cuando paró el sismo el silencio fue casi total, cuando menos en el edificio donde nosotros estábamos. Las puertas de algunos departamentos tardaron un poco de tiempo en abrir y cuando lo hicieron fue de manera tímida. En cierto momento, no recuerdo quién era, una mujer mayor desde el primer pasillo nos gritó al resto de los vecinos: “buenos días, cómo están, ¿todos bien?”
Esa mañana todavía tenía tintes de temblor fuerte, sí, pero con el desconocimiento de lo que después iríamos enterándonos. La tragedia de edificios colapsados nunca pasó por nuestra mente. La rutina de bañarme, vestirme, desayunar, siguió su trámite. Nadie teníamos energía eléctrica, por lo tanto no había noticias de radio o televisión que nos diera una idea de la magnitud de lo sucedido. El teléfono, tampoco lo sabíamos, no funcionaba. Aunque hubo algo que no encajaba con el patrón de lo conocido de temblores: una intensa columna de humo negro era notable desde la ventana de la recámara (después supimos, era el incendio del Hotel Regis). Además, el intenso y constante ulular de ambulancias no decía nada bueno.
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